
Donald Trump volvió a poner sus ojos en Groenlandia, esa isla helada que —aunque no está en venta— él insiste en tratar como si fuera un resort abandonado que puede comprar a plazos. En sus propias palabras: “La necesitamos. Tenemos que tenerla”. Porque claro, nada dice “seguridad nacional” como apropiarte del territorio de otro país como si estuvieras jugando Risk.
Para hacer más dramático el episodio, el vicepresidente J.D. Vance visitó la base estadounidense en Pituffik, en Groenlandia, donde se quejó de que Dinamarca ha sido “mala casera”, y que tal vez Estados Unidos debería encargarse del mantenimiento. ¿Su propuesta? Respetar la “autodeterminación” de los groenlandeses, que suena bonito hasta que recuerdas que están sugiriendo un referéndum para ver si la isla se independiza… y luego se pega a EE.UU. como si fuera un nuevo estado estrella.
El primer ministro groenlandés, Múte Egede, no se lo tomó con calma. Llamó a la jugada “presión muy agresiva”, y básicamente pidió a la comunidad internacional que le diga a Trump que esto no es un Monopoly geopolítico.
Mientras tanto, Groenlandia cambió de gobierno. El partido Demokraatit ganó las elecciones y ahora varias fuerzas políticas se están aliando para intentar que la isla no termine siendo un nuevo destino de golf para el presidente estadounidense.
Pero no nos engañemos: detrás de los discursos sobre democracia y protección, lo que realmente está en juego es la carrera por el Ártico. Rusia, China y ahora Trump están listos para pelear por el hielo, como si no tuviéramos ya suficientes incendios en el mundo.